lunes, 14 de septiembre de 2009

HEROES DE LA RESISTENCIA





La mano anónima

A mí hija María Claudia, militante de la UES, secuestrada durante "La noche de los lápices''.

Mano anónima aleve y asesina,
con sólo tocarte
ha intentado
macular tu pureza,
tu inocencia,
por cierto, fracasando.
Tu grandeza de alma
es infinita.
Tu generosidad, ilimitada.
Virtudes tales
son inmaculables.
La mano anónima, aleve y asesina,
no ha podido mancharte
por mas que lo intentara.
Y esa pureza
constituye tu triunfo.
TU VICTORIA y su derrota.
Has vencido, hija mía,
y tu victoria ha sido apocalíptica.
Aunque tu estés ausente todavía
yo te lloro y te admiro
al mismo tiempo.

Jorge Ademar Falcone



“33 años de Lucha: algo más que un Boleto Estudiantil”

El relato mítico de La Noche de los Lápices dice que el 16 de setiembre de 1976, en La Plata, siete adolescentes fueron secuestrados por reclamar por el boleto estudiantil. Lo cierto es que para los militantes secundarios de la década del 70 esa lucha fue parte de otra más grande, que incluía un nuevo proyecto de país.
La lucha por el boleto estudiantil es una verdad histórica que sirvió para agrandar las estructuras de las agrupaciones de los secundarios porque "la motivación de los estudiantes al haber ganado implicó un ingreso masivo a las organizaciones políticas". Así entró a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) que respondía a Montoneros.

Y los lápices seguirán escribiendo eternamente


El 16 de septiembre de 1976, estudiantes secundarios de la Escuela Normal Nº 3 de La Plata, son secuestrados tras participar en una campaña por el boleto estudiantil. Todos tenían entre 14 y 17 años. Francisco López Muntaner, María Claudia Falcone, Claudio de Acha, Horacio Ungaro, María Clara Ciochinni y Daniel Racero son los seis estudiantes que permanecen desaparecidos, en tanto el séptimo, Pablo Díaz, fue liberado poco después del secuestro. El operativo fue realizado por el Batallón 601 del servicio de Inteligencia del ejercito y la Policía de la Provincia de Buenos Aires, dirigida en ese entonces por el general Ramón Camps, que califico al suceso como "accionar subversivo en las Escuelas". Este hecho es recordado como "La noche de los lápices".
En el movimiento estudiantil secundario se vivieron experiencias hasta ese momentos inéditas en lo referente a participación política, en tanto ésta es atendida en un sentido partidario más o menos directo.
La política había impregnado el conjunto de la vida estudiantil, dentro y fuera de los colegios. Las organizaciones políticas vieron incrementado notoriamente el número de sus militantes y el grado de su influencia. "Las tres fuerzas más importantes son, en este orden, la Unión de Estudiantes Secundarios, (UES), la Federación Juvenil Comunista (FJC) y la Juventud Secundaria Peronista (JSP)"
Si bien el gobierno militar toma en cuenta la situación en la que se encontraba la juventud argentina, no fue tan obstinado como para suponer que se debía atacar a toda la juventud por igual. La política hacia los jóvenes, parte de considerar que los que habían pasado por la experiencia del Cordobazo y demás luchas previas a 1973, los que habían vivido con algún grado de participación del proceso de los años 1973,74 y 75, los estudiantes universitarios y los jóvenes obreros, eran en su mayoría irrecuperables y en consecuencia había que combatirlos. Para ello utilizaron un pretexto tan obvio como falaz, se trataba de subversivos reales o potenciales que ponían en riesgo al conjunto del cuerpo social. El ser joven pasa a ser un peligro. Solo tres de ellos aparecieron un tiempo después. Levantaron chicos en algunos colegios que ellos tenían marcados y enemigo era todo aquel estudiante que se preocupara por los problemas sociales, por fomentar entre los estudiantes la participación y la defensa de los derechos de los mismos.

Los ecos mediáticos de la historia reciente:



Introducción: para romper con la inercia en el tratamiento del tema

AI cabo de años de intentar, en cada septiembre, ofrecer una nueva vuelta de tuerca reflexiva al asunto para así ir contribuyendo humildemente a la reconstrucción de la memoria y la trama solidaria entre los argentinos, quizá movido por el enorme reconocimiento que el Movimiento Estudiantil Secundario viene manifestando hacia la figura de mi hermana, me sentí particularmente sacudido por dos hechos. El primero fue la teatralización del acontecer doméstico en mi hogar natal - ya no producida por actores profesionales como aquellos que nos animaran en el filme de Héctor Olivera, sino por pibes de la edad que nosotros teníamos en aquel entonces, tan distinto a este-; y el segundo, el testimonio de un estudiante que -según expresó- hubiera encontrado más ecuánime designar al EMEM Nº 7 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como Mártires de la Noche de los Lápices en honor a todos los pibes. Desde aquella oportunidad no dejo de pensar en ambas cosas, y tal vez haya llegado la oportunidad de ensayar (y compartir) algunas reflexiones al respecto.

El contexto de aquella filmación: reconstruyendo la memoria en la Argentina de la impunidad

Propios y ajenos a la historia que el filme que Olivera cuenta solemos coincidir en que su abordaje de los hechos es cuanto menos un tanto light, si no decididamente favorable a una política de escarmiento para con las osadías setentistas. Revisar someramente las condiciones histórico-políticas que rodearon su rodaje acaso eche un poco de luz respecto del resultado obtenido. La retirada del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional -tras ocho años de sostener una política de entrega apoyada en el genocidio- precipitada por la lucha de los trabajadores y la denuncia incansable de los organismos de derechos humanos (hechos estos a los que se sumó la debacle de Malvinas), dejaría -pese a la aparente euforia que el advenimiento de la democracia puso de manifiesto- una profunda secuela de terror en las zonas más profundas de la sociedad argentina. Durante aquella transición se produjo -por ejemplo- la brusca interrupción de una conferencia de prensa ofrecida en Córdoba por ex detenidos- desaparecidos en el Tercer Cuerpo de Ejército debido a la repentina irrupción de dos sujetos sospechosos., que vestían traje oscuro y lucían pelo corto, portando anteojos espejados. La secuestrada Cecilia Viñas aún daba señales telefónicas de vida a sus familiares desde algún lugar insondable de la Argentina. Y el hijo del ortodoncista de mi hermana le negaba a mi madre el acceso a los moldes de su dentadura para no agravar con dicha molestia la frágil salud de su padre. A mediados de 1985 llegaron a La Plata los autores del libro que documenta la tragedia de nuestros estudiantes secundarios. A fines del mismo año, los integrantes del equipo de filmación. De modo que existió primero un ensayo periodístico, y luego un guión cinematográfico que lo tomó como base. Cuando concurrí ante el escribano comisionado por la productora a fin de autorizar el uso de mi legítimo apellido en el film, dicho anciano manifestó -sin que nadie solicitara su opinión- que, según entendía, a los chicos de La Noche de los Lápices habría que haberlos fusilado en una plaza pública. Tal fue el humanístico aporte de aquel ciudadano bienpensante por entonces. Pero ese no sería el único signo de la vigencia de cierto ideario procesista que habríamos de padecer durante el rodaje. La confrontación ficticia de policías y estudiantes reales en la explanada del Ministerio de Obras Públicas platense -donde casi una década atrás se lograra la reivindicación del Boleto Estudiantil Secundario- se tornaba cada vez más cruenta, hasta que el director resolvió -en acuerdo con las autoridades pertinentes- trasladar el rodaje de las escenas de pugilato y forcejeo a las inmediaciones de la ciudad para no correr tantos riesgos. El lugar escogido fue la Escuela Superior de Policía Juan Vucetich, sita en las adyacencias del camino Centenario, zona del Parque Pereyra Iraola. Hoy sabemos que dicho lugar albergó -durante la dictadura- detenidos clandestinos. Sus cadetes de aquel momento representaron, pues, a estudiantes y represores. Y al cabo de realizadas las tomas de rigor, finalizada la jornada de trabajo, vivaron ante el equipo en pleno de rodaje el nombre del general Ramón Camps, factótum de la masacre que el film pretende denunciar. Esto no es todo. Ya en los Estudios Baires de Don Torcuato, donde se reconstruyeron las instalaciones del llamado Pozo de Banfield, destino final de las víctimas, y tras una ardua jornada en la que se revivieron los tormentos inflingidos durante su interrogatorio al ex detenido-desaparecido Pablo Díaz, el custodio del establecimiento -que nos pedía a diario los documentos para autorizar nuestro ingreso- manifestó visiblemente contrariado ante el actor Alberto Busaid que así no gritaban los verdaderos subversivos, sino que “a veces se la aguantaban hasta el final, los hijos de puta... aunque le diéramos con todo”. Para muestra hay más de un botón. Nos falta un realizador intimidado por el rigor de los hechos que decidió reconstruir, con hijos en edad escolar. Y dos asesores históricos con visiones no siempre convergentes: desde el corazón de los hechos, Pablo Díaz, único testimoniante de la masacre (como se sabe, también sobrevivieron guardando silencio Emilce Moler y Patricia Miranda), y desde su entorno inmediato, quien escribe, hermano de María Claudia. Nuestros aportes, generalmente acotados por el director, tuvieron más incidencia durante el rodaje realizado en La Plata. En los estudios de Capital, Olivera sólo hizo su voluntad.

Consumiendo versiones de la historia

En una sociedad hipermediatizada como la que habitamos es frecuente escuchar que, entre un hecho y sus múltiples versiones, suelen abundar los intermediarios. El que venimos abordando también los tuvo. Y fueron muchos. La primera versión pública de carácter orgánico sobre La Noche de los Lápices fue el testimonio del citado Pablo Díaz ante el fiscal Strassera, en el transcurso del Juicio a la Junta de Comandantes. En aquel momento se hallaba en el recinto la investigadora periodística María Seoane (Todo o Nada, El burgués maldito) quien ya entreveía la posibilidad de escribir un libro profundizando en el tema (cosa que luego hizo en coautoría con Héctor Ruiz Núñez). Esa sería -a su vez- la base utilizada por el guionista Daniel Kon (Los chicos de la guerra) para la película de Héctor Olivera. Tanto el libro como el filme contaron oportunamente con el testimonio de familiares de las víctimas, cada uno en su correspondiente estadio de elaboración, ora más cerca del orgullo, ora más cerca del dolor. Hasta aquí el periplo de los emisores. Los receptores preferenciales han venido siendo los jóvenes, y es sabido que -de un tiempo a esta parte- estos prefieren los filmes a los libros.

Podemos concluir quizá simplificando nuestro análisis, que el relato Noche de los Lápices -al menos para la mayoría de los pibes- viene siendo construido a expensas de su filme homónimo. Y el hecho de que se contara con asesores históricos involucrados directamente en el tema, no sirvió -sin embargo- de barrera a un abordaje melodramático justificado por necesidades del traslado a la ficción (que muchos interpretamos como un Love Story del horror). El contagio de este último aspecto reaparece en múltiples representaciones dramáticas Ilevadas a cabo en colegios de todo el país, acaso edulcorando involuntariamente una historia que tuvo matices aún no debidamente investigados.

Rectificaciones necesarias

En este punto desearía referirme al menos a dos ideas-fuerza que -alternativamente- han venido inclinando el tratamiento del tema, en un principio hacia la inocencia absoluta de los involucrados, y luego hacia el heroísmo ilimitado. El caso de mi hermana es paradigmático ya que guionista y director parecen haber convenido convertirla en protagonista principal de aquellas jornadas, lo cual -digámoslo de una vez por todas- no hace honor a la verdad histórica y tapona el conocimiento de la lucha de los demás pibes. El mito de los “perejiles” (militantes de bajo compromiso) fomentado por el filme de Olivera, no hace más que expresar cierta voluntad de “rescate” del desaparecido menor de edad (supuestamente incapaz de asumir responsabilidades decisivas) en detrimento del desaparecido adulto (condenado durante un lapso prolongado de la historia reciente por su posible adhesión a soluciones violentas, caso en el cual su destino final estaría justificado). Igualmente impropia resulta esa imagen de “Claudia Azurduy” que aparece -con respetable lógica- en muchas manifestaciones artísticas de carácter juvenil. Pensamos que ni lo uno ni lo otro conducen a un abordaje edificante de dicha experiencia, que permita soldar un puente entre aquella generación y la que protagoniza las luchas del presente. Más bien cabría recalcar que aquellos chicos no fueron ni mejores ni peores que los de la actualidad, sino iguales a la época que les tocó vivir.

Humildes recomendaciones

No más que como militante popular, padre y docente de jóvenes, y especialista en comunicación
audiovisual, sentiría mi conciencia más tranquila si expresara que no recomiendo la exhibición acrítica del filme aludido en este aporte (a la manera de un “chupete electrónico” con que sortear descomprometidamente la fecha correspondiente del calendario escolar). Más bien propongo el debate posterior en presencia -de ser posible- de familiares de las víctimas, miembros de organismos de derechos humanos, o al menos -obviamente- el docente a cargo de la conmemoración. Por último, evitar la necrológica para reforzar en cada septiembre la gestación de espacios de trabajo solidario parecería ser el mejor homenaje que merecen nuestros 30.000 héroes y mártires ahora que, a distancia prudencial de las secuelas del terrorismo de estado, parece factible llamar a las cosas por su nombre.-

(Falcone J. D. Los ecos mediáticos de la historia reciente, Realidad Económica, IADE, Nº 171, Abril – Mayo de 2000)

Desde los pibes alemanes a la noche de los lápices

Por Osvaldo Bayer

Etchecolatz empezó a sentirse mal, estaba en su casa y sintió dolor de cabeza y dijo que era un perseguido político. Sinvergüenzadas argentinas. El peor de los asesinos estaba en su casa y se hace el perseguido. "Político", nada menos. El verdugo más cobarde de nuestra historia se autodenomina político. La política del tiro en la nuca. Lleva siempre la escarapela argentina en la solapa. Azul y blanco. Trasfondo de nuestra filosofía social. Los asesinos están entre nosotros. Es el autor de la acción más alevosa imaginable. La prisión, tortura, muerte y desaparición de los adolescentes de la Noche de los Lápices. De adolescentes. Y lo que todavía no se ha dicho: los militares y uniformados argentinos les ganaron a los nazis. En una acción muy parecida, los argentinos mostramos mucho más poder, autoridad, la más absoluta ilegalidad en la represión.
En febrero de 1943, en plena guerra, un núcleo de estudiantes alemanes de la ciudad de Munich editó volantes contra la guerra. Su moral no les permitía soportar más eso de matarse unos a otros, bombardear ciudades asesinando madres y chicos, con la destrucción absoluta de la vida. Esos volantes los arrojaban desde los pisos de arriba al patio de la universidad. Fueron observados por el portero que los denunció de inmediato. Los estudiantes –cinco varones y una chica– recién comenzados los veinte años, fueron sometidos a un juicio, encontrados culpables de traición a la patria y guillotinados al tercer día. Todo salió en los diarios, después fueron ejecutados otros estudiantes y también el profesor Huber, quien los había apoyado. Sus bellas cabezas cayeron rodando en un tacho. Habían leído demasiada poesía, habían leído el sufrimiento en los ojos de los demás y en sus propios ojos. La guerra, no podían ni querían seguir siendo bestias. Sus cabezas fueron separadas de sus cuerpos. Pero los nazis oficializaron todo y publicaron todo, hasta el nombre del juez y del verdugo. El juez Roland Freisler quien posteriormente condenó a la horca a los rebeldes del 20 de julio. Todos con su responsabilidad en el crimen.
En La Plata ocurrió algo muy similar. Pero los héroes de la resistencia civil argentina eran más jóvenes, apenas adolescentes. Habían luchado por la rebaja del boleto estudiantil. Para que los que vivían lejos pagaran igual que los que vivían cerca. Justicia, camaradería, solidaridad, la bella palabra. Se reunían y cantaban por la calle: "Luchar, luchar, por el boleto popular", "Eso, eso, eso, boleto de un peso". Cuando llegó la dictadura pasaron a ser sospechosos. Activistas. Terroristas. Fueron secuestrados por la policía comandada por un general de la Nación, el general Camps, un enfermo mental que aplicó con un entusiasmo total las reglas de la muerte argentina: secuestro, robo de las pertenencias, humillación, tortura hasta la aniquilación, hambre, y por fin desaparición. Cada vez peor, cada vez mejor. Destruir al ser humano integralmente. Aplastarlo como a un insecto. Y total silencio ante los familiares y amigos. Desaparecido. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos, como se expresó ante los periodistas extranjeros el señor presidente de la Nación Argentina, teniente general Jorge Rafael Videla. Etchecolatz, Camps, Videla. Figuras de exposición en una muestra argentina que comienza con Roca. Es toda una línea. Lo que pasa es que los mapuches son chilenos. Ahí está la clave. Es decir, los militares argentinos se quedaron en la sombra, no admitieron nunca el crimen. Hasta hoy, Etchecolatz nunca lo reconoció. No sé, desaparecieron. Se habrán ido a Suecia. No, no me enteré.
En su libro, de precisión jurídica, María Seoane y Héctor Ruiz Núñez establecen que seis jóvenes prisioneras embarazadas fueron arrojadas a los calabozos de los muchachos de La Noche de los Lápices para que éstos las atendieran sin tener elementos ni conocimientos. Aquí sí los argentinos les ganamos a los nazis. Los prisioneros alemanes de Munich, tras seis días de calabozo alimentados con una ración mínima, fueron llevados a la guillotina y ahí ejecutados. Aquí, entre nosotros, fue todo más florido: picana, látigo, hambre, escupitajos, manoseo y violación para María Claudia y Clara, todo mezclado con desconocidas embarazadas humilladas hasta el hartazgo. Es que somos católicos apostólicos romanos. Los representantes de la Iglesia Católica en La Plata les dijeron a los desesperados padres: "No busquen más a sus hijos". "Recen". Monseñor Plaza.
Sophie Scholl, la joven mujer alemana de "La rosa blanca" –ese bello nombre tenía la organización antinazi de Munich– puebla hoy con su foto todos los rincones universitarios sensibles a su lucha y a su joven muerte.
Poco a poco los jóvenes rostros de los queridos María Chiocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Claudio de Acha, Horacio Angel Ungaro, Daniel Racero y Pablo Alejandro Díaz van surgiendo del horizonte estudiantil y aparecen uno por uno en las aulas de los ámbitos secundarios. La semana pasada me llamaron para hablar de ellos en el patio del Colegio Nacional Pueyrredón. Más que mis palabras se oyeron los aplausos de las manos jóvenes. Hubo lágrimas. Emoción. Dolor. Pensaron en las muertes. De sus compañeros. Desaparecidos. Ese mismo día Etchecolatz se consideró un preso político.
La pregunta es: ¿por qué tanta brutalidad, tanta impunidad? ¿Cuáles fueron los maestros y profesores de nuestros militares y policías? Hoy, salvo los que se jubilaron, siguen siendo los mismos docentes en los colegios militares y policiales. ¿Dónde asimiló Camps el instinto de hacer desaparecer? ¿Dónde aprendió Etchecolatz tanta impunidad y crueldad? Y la cobardía de negar que lo hicieron. ¿La aprendieron o les viene de familia? ¿Buscaron esa profesión porque les calmaba los instintos? La pregunta no es porque sí, viene de estudios que se hicieron sobre los nazis famosos y sus instintos desde la vida familiar.
Los crímenes nazis estaban documentados por ellos mismos. Aquí hasta Videla los niega. Un aspecto del cinismo y la mendacidad que debemos tener en cuenta para medir la personalidad de quienes establecieron la "Muerte argentina", la desaparición. Hasta la Inquisición de la Iglesia Católica quemaba vivas a sus víctimas en plazas públicas y con la presencia de la Cruz. Nuestros verdugos escondieron todo. Esa es su máxima cobardía. Que los dos partidos políticos argentinos siempre reinantes trataron de disimular con las palabras "obediencia debida" y el batacazo del indulto. Pero no es tan fácil esconder la basura debajo de la alfombra. Están los alucinados del coraje, que jamás abandonan la escoba, a pesar de las ametralladoras y las picanas eléctricas

Fuente: www.diariomardeajo.com.ar