lunes, 14 de septiembre de 2009

Los ecos mediáticos de la historia reciente:



Introducción: para romper con la inercia en el tratamiento del tema

AI cabo de años de intentar, en cada septiembre, ofrecer una nueva vuelta de tuerca reflexiva al asunto para así ir contribuyendo humildemente a la reconstrucción de la memoria y la trama solidaria entre los argentinos, quizá movido por el enorme reconocimiento que el Movimiento Estudiantil Secundario viene manifestando hacia la figura de mi hermana, me sentí particularmente sacudido por dos hechos. El primero fue la teatralización del acontecer doméstico en mi hogar natal - ya no producida por actores profesionales como aquellos que nos animaran en el filme de Héctor Olivera, sino por pibes de la edad que nosotros teníamos en aquel entonces, tan distinto a este-; y el segundo, el testimonio de un estudiante que -según expresó- hubiera encontrado más ecuánime designar al EMEM Nº 7 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires como Mártires de la Noche de los Lápices en honor a todos los pibes. Desde aquella oportunidad no dejo de pensar en ambas cosas, y tal vez haya llegado la oportunidad de ensayar (y compartir) algunas reflexiones al respecto.

El contexto de aquella filmación: reconstruyendo la memoria en la Argentina de la impunidad

Propios y ajenos a la historia que el filme que Olivera cuenta solemos coincidir en que su abordaje de los hechos es cuanto menos un tanto light, si no decididamente favorable a una política de escarmiento para con las osadías setentistas. Revisar someramente las condiciones histórico-políticas que rodearon su rodaje acaso eche un poco de luz respecto del resultado obtenido. La retirada del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional -tras ocho años de sostener una política de entrega apoyada en el genocidio- precipitada por la lucha de los trabajadores y la denuncia incansable de los organismos de derechos humanos (hechos estos a los que se sumó la debacle de Malvinas), dejaría -pese a la aparente euforia que el advenimiento de la democracia puso de manifiesto- una profunda secuela de terror en las zonas más profundas de la sociedad argentina. Durante aquella transición se produjo -por ejemplo- la brusca interrupción de una conferencia de prensa ofrecida en Córdoba por ex detenidos- desaparecidos en el Tercer Cuerpo de Ejército debido a la repentina irrupción de dos sujetos sospechosos., que vestían traje oscuro y lucían pelo corto, portando anteojos espejados. La secuestrada Cecilia Viñas aún daba señales telefónicas de vida a sus familiares desde algún lugar insondable de la Argentina. Y el hijo del ortodoncista de mi hermana le negaba a mi madre el acceso a los moldes de su dentadura para no agravar con dicha molestia la frágil salud de su padre. A mediados de 1985 llegaron a La Plata los autores del libro que documenta la tragedia de nuestros estudiantes secundarios. A fines del mismo año, los integrantes del equipo de filmación. De modo que existió primero un ensayo periodístico, y luego un guión cinematográfico que lo tomó como base. Cuando concurrí ante el escribano comisionado por la productora a fin de autorizar el uso de mi legítimo apellido en el film, dicho anciano manifestó -sin que nadie solicitara su opinión- que, según entendía, a los chicos de La Noche de los Lápices habría que haberlos fusilado en una plaza pública. Tal fue el humanístico aporte de aquel ciudadano bienpensante por entonces. Pero ese no sería el único signo de la vigencia de cierto ideario procesista que habríamos de padecer durante el rodaje. La confrontación ficticia de policías y estudiantes reales en la explanada del Ministerio de Obras Públicas platense -donde casi una década atrás se lograra la reivindicación del Boleto Estudiantil Secundario- se tornaba cada vez más cruenta, hasta que el director resolvió -en acuerdo con las autoridades pertinentes- trasladar el rodaje de las escenas de pugilato y forcejeo a las inmediaciones de la ciudad para no correr tantos riesgos. El lugar escogido fue la Escuela Superior de Policía Juan Vucetich, sita en las adyacencias del camino Centenario, zona del Parque Pereyra Iraola. Hoy sabemos que dicho lugar albergó -durante la dictadura- detenidos clandestinos. Sus cadetes de aquel momento representaron, pues, a estudiantes y represores. Y al cabo de realizadas las tomas de rigor, finalizada la jornada de trabajo, vivaron ante el equipo en pleno de rodaje el nombre del general Ramón Camps, factótum de la masacre que el film pretende denunciar. Esto no es todo. Ya en los Estudios Baires de Don Torcuato, donde se reconstruyeron las instalaciones del llamado Pozo de Banfield, destino final de las víctimas, y tras una ardua jornada en la que se revivieron los tormentos inflingidos durante su interrogatorio al ex detenido-desaparecido Pablo Díaz, el custodio del establecimiento -que nos pedía a diario los documentos para autorizar nuestro ingreso- manifestó visiblemente contrariado ante el actor Alberto Busaid que así no gritaban los verdaderos subversivos, sino que “a veces se la aguantaban hasta el final, los hijos de puta... aunque le diéramos con todo”. Para muestra hay más de un botón. Nos falta un realizador intimidado por el rigor de los hechos que decidió reconstruir, con hijos en edad escolar. Y dos asesores históricos con visiones no siempre convergentes: desde el corazón de los hechos, Pablo Díaz, único testimoniante de la masacre (como se sabe, también sobrevivieron guardando silencio Emilce Moler y Patricia Miranda), y desde su entorno inmediato, quien escribe, hermano de María Claudia. Nuestros aportes, generalmente acotados por el director, tuvieron más incidencia durante el rodaje realizado en La Plata. En los estudios de Capital, Olivera sólo hizo su voluntad.

Consumiendo versiones de la historia

En una sociedad hipermediatizada como la que habitamos es frecuente escuchar que, entre un hecho y sus múltiples versiones, suelen abundar los intermediarios. El que venimos abordando también los tuvo. Y fueron muchos. La primera versión pública de carácter orgánico sobre La Noche de los Lápices fue el testimonio del citado Pablo Díaz ante el fiscal Strassera, en el transcurso del Juicio a la Junta de Comandantes. En aquel momento se hallaba en el recinto la investigadora periodística María Seoane (Todo o Nada, El burgués maldito) quien ya entreveía la posibilidad de escribir un libro profundizando en el tema (cosa que luego hizo en coautoría con Héctor Ruiz Núñez). Esa sería -a su vez- la base utilizada por el guionista Daniel Kon (Los chicos de la guerra) para la película de Héctor Olivera. Tanto el libro como el filme contaron oportunamente con el testimonio de familiares de las víctimas, cada uno en su correspondiente estadio de elaboración, ora más cerca del orgullo, ora más cerca del dolor. Hasta aquí el periplo de los emisores. Los receptores preferenciales han venido siendo los jóvenes, y es sabido que -de un tiempo a esta parte- estos prefieren los filmes a los libros.

Podemos concluir quizá simplificando nuestro análisis, que el relato Noche de los Lápices -al menos para la mayoría de los pibes- viene siendo construido a expensas de su filme homónimo. Y el hecho de que se contara con asesores históricos involucrados directamente en el tema, no sirvió -sin embargo- de barrera a un abordaje melodramático justificado por necesidades del traslado a la ficción (que muchos interpretamos como un Love Story del horror). El contagio de este último aspecto reaparece en múltiples representaciones dramáticas Ilevadas a cabo en colegios de todo el país, acaso edulcorando involuntariamente una historia que tuvo matices aún no debidamente investigados.

Rectificaciones necesarias

En este punto desearía referirme al menos a dos ideas-fuerza que -alternativamente- han venido inclinando el tratamiento del tema, en un principio hacia la inocencia absoluta de los involucrados, y luego hacia el heroísmo ilimitado. El caso de mi hermana es paradigmático ya que guionista y director parecen haber convenido convertirla en protagonista principal de aquellas jornadas, lo cual -digámoslo de una vez por todas- no hace honor a la verdad histórica y tapona el conocimiento de la lucha de los demás pibes. El mito de los “perejiles” (militantes de bajo compromiso) fomentado por el filme de Olivera, no hace más que expresar cierta voluntad de “rescate” del desaparecido menor de edad (supuestamente incapaz de asumir responsabilidades decisivas) en detrimento del desaparecido adulto (condenado durante un lapso prolongado de la historia reciente por su posible adhesión a soluciones violentas, caso en el cual su destino final estaría justificado). Igualmente impropia resulta esa imagen de “Claudia Azurduy” que aparece -con respetable lógica- en muchas manifestaciones artísticas de carácter juvenil. Pensamos que ni lo uno ni lo otro conducen a un abordaje edificante de dicha experiencia, que permita soldar un puente entre aquella generación y la que protagoniza las luchas del presente. Más bien cabría recalcar que aquellos chicos no fueron ni mejores ni peores que los de la actualidad, sino iguales a la época que les tocó vivir.

Humildes recomendaciones

No más que como militante popular, padre y docente de jóvenes, y especialista en comunicación
audiovisual, sentiría mi conciencia más tranquila si expresara que no recomiendo la exhibición acrítica del filme aludido en este aporte (a la manera de un “chupete electrónico” con que sortear descomprometidamente la fecha correspondiente del calendario escolar). Más bien propongo el debate posterior en presencia -de ser posible- de familiares de las víctimas, miembros de organismos de derechos humanos, o al menos -obviamente- el docente a cargo de la conmemoración. Por último, evitar la necrológica para reforzar en cada septiembre la gestación de espacios de trabajo solidario parecería ser el mejor homenaje que merecen nuestros 30.000 héroes y mártires ahora que, a distancia prudencial de las secuelas del terrorismo de estado, parece factible llamar a las cosas por su nombre.-

(Falcone J. D. Los ecos mediáticos de la historia reciente, Realidad Económica, IADE, Nº 171, Abril – Mayo de 2000)

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