jueves, 29 de diciembre de 2011

María Claudia, idéntica a la época que se bebió de un sorbo


Sospecho que mis padres no esperaban un varón, porque al cabo de su Luna de Miel europea volvieron con una enorme muñeca de loza de las que caminan y dicen mamá… pero fui yo quien viajó con ellos en la panza de mi vieja.

Cavia -que era como se las arregló de entrada para pronunciar su nombre- tardó siete años más. El 16 de agosto de 1960 este país era una gran siesta, y en ella me tocaba aburrirme esperando un hermano varón. También la pifié. Y alguna vez hasta me resultó inevitable maldecir esa suerte, cuando sentí que mis padres desatendían mi falso crup por jugar con aquel bebé al que yo no encontraba ninguna gracia.

Pues aquella niña creció, y en los escasos momentos del día en que lograba liberarse de mí, se dedicaba a jugar a las señoritas con su prima Mónica Laxague, a montar espectáculos del Teatro “Fantasía” con nuestra vecinita de enfrente Silvina Novello, o concebía en soledad personajes imaginarios como “Ueti Ueti, mi pomponcito de lana amarillo”, la corista “Happyway” o el caballo “Paisano”. Pese a que sus diversiones me resultaban cursis, en eso de no contentarnos con lo real nos parecíamos bastante. Sólo que yo la convocaba a personificar al loco fugado Owen Chiquituni (del que muy a mi pesar heredo la primera mitad de su apellido), cuyas incursiones solían atormentar a mi madre durante los vertiginosos e inolvidables almuerzos previos al colegio; al vendedor impenitente Pancraciut, que requería taparme con una almohada simulando refugiarme en el hogar para que, luego de golpear, ella pasara de ofrecerme productos absurdos hasta intrusar mi “vivienda” padeciendo mis recurrentes y violentos desalojos; y al inefable catcher Camilo Vergoña, que me enfrentaba al desafío de cagarla a palos sobre un colchón ejerciendo simultáneamente el engolado relato de aquellas contiendas, copiado del estilo con que por entonces Rodolfo Di Sarli comentaba las alternativas de Titanes en el Ring.

Durante un prolongado período que acaso signó el fin de nuestra inocencia, mantuvimos el pacto no proclamado de creer en Zota, la amiga extraterrestre que me tocó en suerte encarnar -arrodillado, bajo un piloto materno y una máscara de La Mujer Maravilla-, irrumpiendo cíclicamente desde la penumbra para amenizar tardes de aburrimiento, siempre sosteniendo prolongados intercambios destinados a evacuar dudas sobre hábitos y costumbres en el planeta de cada una.

Culminando una escuela primaria de la que obtuvo la aquilatada amistad de su compañera Alejandra Rodríguez Pujol, detecté cierta evolución entre un humor algo cándido y otro bastante bizarro, a partir de cómo celebraba las desopilantes travesuras de “la peor del grado”, María Delia Ferreston (o Maide).

Celebré el descubrimiento y le propuse ejercitar nuestra afición común por el dibujo diseñando a dos manos una serie de historietas: El desafío consistiría en que uno de los dos concibiera la introducción y el otro, sabiendo lo mínimo y desconociendo lo anterior, se hiciera cargo del desenlace. De tal empeño surgieron inefables creaciones conjuntas tales como Milton El Uruguayo (un emigrado económico de la vecina orilla del Plata -donde ya había una dictadura- rebotado en cada país de la región donde intentaba refugiarse), Santa Rosetta del Culo (basada en la leyenda escuchada a nuestros mayores de Santa María Goretti, una joven supuestamente abusada por bere beres del desierto que se resistió hasta la muerte a perder su virginidad), y -la más conocida por contar con un facsímil incluido en el libro La Noche de los Lápices de María Seoane y Héctor Ruíz Nuñez- La Revolución Fallida de Dos Mulatos Mulé, epopeya recurrentemente accidentada de dos negritos que habitaban una diminuta isla del Caribe junto al tirano Anastasio Garrastazú Rojas, de cuya opresión intentaban liberarse apelando a los métodos más delirantes. Gradualmente, nuestro fraterno blindaje se iba tornando poroso al tsunami histórico en gestación.

En tránsito entre su escuela primaria y la secundaria abandonó definitivamente la niñez, comenzó a coquetear, y a obsesionarse por ende con cierta tendencia a la obesidad heredada del ADN materno, empeñándose en rebajar de peso hasta convertirse en la espigada joven de ojos glaucos que muestran sus últimas fotografías.

Alguna vez también soñó con armar una banda de rock integrada exclusivamente por mujeres, a la que amenazó con bautizar Jamón Cocido.

Cuando ingresó al bachillerato de Bellas Artes -del que yo egresara en 1972- nuestro país despertaba abruptamente de su larga siesta. Estimulados por el abierto intercambio de nuestros padres -que sin saberlo fueron convirtiéndose en metáfora de una salud y una educación gratuitas e igualitarias- acerca de la convulsionada realidad nacional, se nos fue tornando impostergable replicarlo en privado nutriéndonos de las riquísimas fuentes que la época comenzó a poner a nuestro alcance. Vacacionamos pues con la Antipsiquiatría de Laing y Cooper, con la Pedagogía del oprimido de Freire, y con Los condenados de la tierra de Fanon. Coleccionamos los fascículos de Siglomundo editados por el mítico Centro Editor de América Latina, y nos leímos de un saque toda la colección de Cuadernos de Crisis, la emblemática revista creada por Federico Vogelius a través de cuyas páginas tomamos contacto con columnistas como Juan Gelman, Eduardo Galeano, o Haroldo Conti. Desde el viejo combinado hogareño Quilapayún nos enteró sobre el gobierno socialista de Salvador Allende, Viglietti sobre la gesta tupamara, y Paco Ibáñez sobre los poetas españoles exilados durante el franquismo. Y en vez de hacer la siesta preferimos debatir filmes del Grupo Cine Liberación como El camino hacia la muerte del Viejo Reales de Gerardo Vallejo, que nos confirmó la sospecha de que la Patria no termina en la Avenida General Paz.

Entonces se volvió frecuente encontrármela en el comedor diario de nuestra casa natal de calle 8 N° 1334 con El Bache, Pomelo o Cristóbal, pintando afiches de cartulina con marcador indeleble que casi siempre convocaban a alguna marcha, o saberla en una chocolateada infantil organizada en el barrio más remoto junto a su inseparable compañera Fabiana Larrea. Todos ellos militantes de la numerosa UES La Plata, correlato de la organización político militar Montoneros en los colegios secundarios.

Antes de cumplir catorce años experimentó la desoladora sensación de intemperie que dejó tras de sí la desaparición física de un líder que por entonces había llegado a constituirse en único garante de la estabilidad y la paz de los argentinos. Nuestro compromiso, compartido hasta entonces, comenzó a divorciarse producto de la necesaria compartimentación informativa que a cada uno requería su respectivo ámbito de militancia.

La continuidad de la gobernación Calabró -aún tras el golpe militar de 1976- prorrogó la sensación de una cierta institucionalidad que no tardaría en sincerarse cuando “los moros de Franco irrumpieron en Madrid”. Estoy seguro que María Claudia tuvo tiempo de dimensionar la magnitud dramática de los días que sobrevendrían. Por entonces, ya ninguno de los dos frecuentaba la casa paterna, condicionando a nuestros mayores a recibir esporádicas y angustiantes “señales de vida” telefónicas desde algún lugar de la ciudad.

En alguna ocasión caminamos juntos vinculándonos desde un nuevo lugar: La militancia revolucionaria. Ya no me tocaba ser el hermanito mayor que orientaba y protegía a la nena de la casa. Claudia se mostraba plenamente dueña de sus decisiones y consustanciada con un compromiso político-militar creciente.

No obstante, su condición de miliciana de una organización armada convivía con la adolescente que asomaba al amor de su novio Roberto, una suerte de hippie ajeno al compromiso aquel que la época parecía reclamarnos. Ese tenso equilibrio interior viviría un riesgoso desbalance a favor de la más descontracturada juvenilia cuando -pese al asedio detectado del CNU- organizó en nuestra casa natal su última fiesta de cumpleaños, celebrada en una suerte de loft del fondo construido por mi abuelo para que yo contara con un futuro estudio de cine, en consecuencia con lo que venía anunciando por entonces mi ya inocultable vocación.

No sé demasiado de su clandestinidad, a cargo de María Clara Ciocchini, su responsable política llegada a nuestra ciudad huyendo de una Bahía Blanca severamente militarizada. Ambas se refugiaron en el Nro 586 de la calle 56, edificio de departamentos en cuyo 8vo piso residía nuestra tía paterna Rosa Mattera, pariente lejano del célebre cirujano del mismo apellido.

El resto es la parte más conocida de un relato instalado a partir del estreno del filme La Noche de los Lápices, cuya versión de una estudiantina inmaculada contrasta tanto con las vivencias compartidas junto a mi hermana que la mayoría de los sitios web de los servicios de inteligencia o familiares de los represores han convertido mi relato en pieza clave para la desmentida de una historia oficial que consideran narrada con bastante hipocresía. Modestamente, me limito a dar fe de que vengo testimoniando lo que me tocó en suerte vivir, en el marco de la lucha vigente por la Justicia Social, y ajeno a toda inocencia o afán de victimización, como entiendo corresponde a cuantos oportunamente resolvimos enfrentar con todas las herramientas a nuestro alcance a los genocidas responsables de la postración nacional.

Jorge D. Falcone

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