sábado, 21 de diciembre de 2013

Memorias del Argentinazo


Trascurridos ya el 19 y el 20 de diciembre, con la carga emocional morigerada por la distancia en el tiempo, se hace algo más sencillo reflexionar sobre aquellas jornadas de 2001. El país se encontraba al borde de un colapso, que no era sólo económico, sino también cultural y moral. El proyecto neoliberal vomitaba su rotundo fracaso sobre millones de argentinos, que pagaban de ese modo los costos de una fiesta organizada para unos pocos privilegiados. Las migajas de un consumismo berreta habían obnubilado a muchos compatriotas, cegados ante la realidad de una nación que cerraba sus fábricas, talleres y laboratorios; entregaba sus barcos y ferrocarriles; resignaba cada uno de los resortes indispensables de su aparato productivo; y desterraba a millones a la calle. Bajo el papel picado de aquella fantasmagoría se ocultaba la descarnada verdad de la liquidación de nuestro patrimonio y futuro. Aún así, la rebelión popular se cocinó a fuego lento durante décadas de continua resistencia. Pese a que en 2002 llegamos a tener al 25% de nuestros hermanos sin trabajo, y al 53% debajo de la línea de pobreza, el Argentinazo de 2001 marcó el principio del fin de la ingeniería social de exclusión sistemática que había imperado con matices desde 1976. La represión policial arrojó un saldo de 39 muertos, pero los que perecieron por hambre, por falta de trabajo, por carencia de oportunidades, por ausencia absoluta de un Estado sensible a las penurias de sus moradores, son incontables. La prodigiosa reconstrucción que protagonizamos desde 2003 no ha podido, sin embargo, brindar una solución definitiva a la totalidad de los problemas estructurales de nuestra amada Argentina. Por eso, la condición del no retorno a aquellos años aciagos no pasa por la satisfacción egoísta de las demandas suntuarias individuales, sino por el establecimiento y la profundización de los lazos solidarios entre los 40 millones de personas que habitamos esta tierra. Cuando aprendamos a valorar un poco más a las necesidades del prójimo y algo menos a nuestro egoísmo, recién ahí le daremos sepultura definitiva al modelo político y económico que nos convenció que ser hijos de puta era un proyecto válido de vida. A eso también le decimos NUNCA MÁS.

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